I
El letrero cae y su mensaje es claro
a 14 kilómetros de aire dentro;
el buque y el veneno en la palabra,
entre el metro y el centro
por un mar de incomunes figuras,
de incomunes ciclos en repetición área.
La lluvia es sólo un grabado más
de este peñazco, peñazco sin el vértigo
concreto de un despeñadero.
Entonces te encuentro,
en choque y desfermentación
de tu botes de cerveza
que llevas mezclados en la lengua,
avanzamos juntos, te digo que no tengo
dinero para el metro y que pasemos sin pagar,
te acercas, me detengo en tu cabello;
entramos al vagón y te beso,
luego la cintura,
luego esa premura de ir a todos lados
desde estar quieto en tu boca,
luego avanzo,
le falto el respeto a tu madre, a tu padre
católico, a tu abuela, a tu hermano si es que tienes,
a tu primo que te llama, a tu novio del que dices: pendejo,
pero tus tetas lo agradecen, muy por dentro, muy por la gente
te desnudo, te adentro mis manos en tu nudo de aire, en tu sosten negro,
en tu vientre y en tus nalgas puestas, y luego más dentro, más en tus tetas
más en un andén donde había despedido a mi amiga, más dentro, con tus pezones
en mis manos cubro tu circunferencia de mujer labrada, de mujer que se acómoda
y se excita al serpenteo de mis manos, al enfrentamiento de mi cadera acomodada
en el estirar y relajamiento de tus piernas.
Luego avanzamos,
veo tu blusa, tus tetas, llevas
la blusa azul abierta como una figura
en la que escapa un dios y entra un ángel a medir
tu escote abierto, lo cierro, te abotono, te beso,
al final sólo te abrazo; nos sentimos y avanzamos hacia los
14 km de un despeñadero, de un lluvia, de mis manos y tus tetas,
de mi cuello y mis labios mordidos, de tus ojos siguiendo esa línea
del vagón como si fuera un incendio, como si ahora todo sería otra día,
otro intento, otro seguir sin nosotros, sin saber ahora tu nombre y acentuarlo
en rimillas malas, en perseguir tus tetas y tu brassier negro, en cerrarte la blusa
con los dedos, en decirte que el metro no era esa dirección sino una selva cayendo.
Cuando llegamos te abandono, te dejo a la suerte de otra boca, de otros dedos que te
lluevan las tetas, a tu suerte de mujer que persigue a un nombre que llama pendejo.
De regreso veo el letrero: San Lázaro, estación del metro donde hace 20 minutos jugaba
a sacarte gemidos, y decías:
-Vas.